El miedo a un aumento abrupto de la inflación se ha apoderado de los mercados
Es curioso que un consenso que se ha pasado una década pidiendo inflación reciba con miedo el hecho de que esta llegue.
Esto nos lleva a un problema de entrada. La represión financiera de los bancos centrales ha llevado a los participantes del mercado a acumular riesgo basado en una apuesta a una cosa y la contraria. ¿A qué me refiero? A todo un mercado que apuesta a que la economía se va a recuperar, la inflación va a subir de manera moderada y a la vez apuestan a que los bancos centrales seguirán inyectando más liquidez y manteniendo tipos bajos. Por eso se genera un episodio de miedo.
Una década de “más madera” en la que parecía tirar a balón parado apostar a que el aumento de la masa monetaria superaría al crecimiento del PIB nominal, hubiese crecimiento o no, y a que los tipos se mantendrían por debajo de la banda cero, ha llevado a un exceso de complacencia del que ya alertamos en nuestra conferencia anual de Tressis.
Ningún inversor o banco central debería estar preocupado por una subida de la inflación como la que estamos viviendo, a menos que su objetivo sea inflar burbujas.
Sin embargo, este repunte de inflación nos permite recordar que hay dos tendencias diferenciadas que deberíamos tener en cuenta en nuestro proceso inversor: la parte que tiene que ver con el efecto base de un año 2020 afectado por una fuerte crisis y cierre forzoso y la que tiene que ver con una tendencia de largo plazo que ya era evidente antes de la crisis de la COVID-19.
Se mantienen las presiones desinflacionistas de la tecnología —desinflación por eficiencia y competencia: positiva—, la demografía —desinflación por longevidad en países desarrollados: positiva— y el exceso de deuda —que hace las economías menos productivas, menos dinámicas y más frágiles: negativa—.
Por otro lado, la ruptura o daño de las cadenas de suministro en algunos sectores lleva a que las materias primas hayan rebotado de manera agresiva. El índice de commodities de Bloomberg alcanzó un máximo de cinco años en febrero, pero desde ese nivel ha perdido cierto fuelle. El petróleo, el mineral de hierro y el cobre nos indican que el ciclo de rebote de las materias primas ligadas a la recuperación industrial probablemente haya tocado un techo a corto plazo, que solo recuperaría la tendencia si las estimaciones de crecimiento mundial se fortalecen en los próximos meses, especialmente las expectativas de inversión industrial y comercio mundial.
En un tercer lugar está la “inflación escondida” que ya era evidente en años anteriores a la crisis de la COVID-19. Alquileres, inmobiliario, sanidad, educación, energía incluyendo impuestos y subvenciones o alimentos frescos y precios de bienes y servicios no replicables ya estaban avanzando por encima de los salarios reales y la cifra oficial de inflación. Es importante recordar este aspecto porque es esencial a la hora de entender por qué las tendencias de consumo y las expectativas de aumento de ventas minoristas suelen equivocarse por exceso de optimismo. Ya antes de la crisis de la COVID-19 asistimos a protestas en muchos países desarrollados por el aumento del coste de vida mientras nos decían los bancos centrales y los gobiernos que no había inflación.
De estas tendencias inflacionarias solo una es coyuntural: la que tiene que ver con la reapertura y el efecto base. Lo más importante es que todos estos factores que afectan a la inflación oficial y percibida son estrictamente monetarios. Las materias primas no subirían tanto como hemos visto si no hubiese una erosión constante del poder adquisitivo de las monedas vía expansión monetaria.
¿Qué nos dicen estas tendencias? Que probablemente la apuesta a los sectores más cíclicos y más value que ha dominado el mercado desde septiembre haya alcanzado un punto de inflexión o sobrecompra. También nos dicen que el riesgo de esta salida de la crisis es que la “recuperación” sea volver al estancamiento secular en el que ya estaba inmersa la economía en 2019, ya que las medidas tomadas para mitigar la crisis de la COVID-19 han dejado un endeudamiento, zombificación y exceso de capacidad superior a lo temido. La brecha de producción y el elevado nivel de desempleo que ha dejado esta crisis, incluso en la recuperación, pueden generar un efecto estancamiento a partir de septiembre de 2021, cuando el resultado base de 2020 deje de tener impacto.
En un entorno como este, los bancos centrales no solo van a continuar ignorando los efectos dañinos de la inflación acumulada en bienes y servicios no reemplazables, sino que ya están dando señales de no actuar incluso cuando la inflación es un problema estructural. Turquía nos ha demostrado que los gobiernos imponen un cambio en el banco central en el momento en el que toma medidas de cautela. Algo que ya ha ocurrido en el pasado en Estados Unidos, la eurozona, Brasil o Argentina. Así, el dólar se fortalece contra sus principales monedas de referencia, no porque la Reserva Federal lleve a cabo una política contractiva sino porque todos los demás bancos centrales son mucho más agresivos. Recordemos que la Reserva Federal es el único banco central que vigila la demanda global de dólares a la hora de aumentar medidas expansivas.
Por ello es tan importante mantener defensas sólidas en las carteras, con una exposición al dólar prudente que mitigue los riesgos de unos ciclos económicos cada vez más cortos y abruptos. No podemos esperar cambios en la política monetaria, por lo tanto debemos saber que un aumento continuado de la inflación percibida (coste de vida real) en un entorno donde el aumento de la productividad es bajo y los salarios reales se mantienen estancados con el empleo recuperándose de manera lenta nos invita a mantener exposición a renta variable en los sectores donde las tendencias de largo plazo no han cambiado y a evitar las trampas de valor y los bonos de gobiernos casi insolventes con rentabilidad real o nominal negativa.