No será la primera vez que en esta columna dudamos de los enormes planes de infraestructuras. Como hemos mostrado en tantas ocasiones, el enorme gasto en elefantes blancos es uno de los responsables del estancamiento global y del exceso de deuda. Enormes obras faraónicas que prometen miles de millones de dólares de crecimiento y beneficios que, posteriormente, ni se dan ni se mejoran, dejando un reguero de deuda y costes operativos. Pero también hemos analizado aquellas infraestructuras que tienen sentido.
Esta semana, China ha pisado el acelerador con su proyecto de nuevas rutas de conexión con el resto del mundo denominado “nueva ruta de la seda”. Los medios de comunicación se han lanzado inmediatamente a alabar el compromiso de 124.000 millones de dólares para relanzar comunicaciones con todo el mundo. Trenes de carga directos a más de veinte ciudades europeas como Madrid, Londres, Varsovia o Rotterdam, una red de trenes pan-asiática, conexiones ferroviarias entre las ciudades africanas donde China ha invertido centenares de miles de millones en proyectos petroleros y mineros, y puertos en Pakistán y otros países.
Para China es un ambicioso proyecto que busca tres objetivos: redoblando la apuesta, dar salida a su enorme sobrecapacidad, ya cercana al 60%, poner más colaboración con países de todo el mundo para que vean a China como una oportunidad, no un riesgo, y finalmente, reducir su enorme endeudamiento incentivando el crecimiento.
El análisis es positivo, al incluir ahorros en las rutas marítimas, y el esperado efecto multiplicador de comercio, pero un buen amigo en EEUU me comentaba el sábado varios elementos de riesgo que no debemos olvidar.
Por un lado, el coste estimado es simplemente demasiado optimista. Se habla de enormes proyectos en los que se ignoran dificultades de todo tipo, pero en algunos continentes, incluyen riesgos militares. No sería difícil encontrarse con unas cifras finales que duplicase las que se barajan.
Por otro lado, el efecto positivo parte de la base de que China podrá colocar muchos más productos en países cuya demanda interna es, como mínimo, cuestionable y saturada, e ignora el riesgo de que muchos de esos países tomen las mismas medidas para “proteger” sus industrias locales que las que toma China.
Por supuesto, el gobierno chino se presenta ante el mundo como el campeón de la globalización y la conexión que beneficia a todos, pero cualquier análisis desapasionado nos muestra que el efecto para China es mucho más beneficioso. Algunos piensan que China va a adaptarse a reglas más estrictas de comercio y de condiciones de producción para que compita de manera igualitaria en países con restricciones mayores. Teniendo en cuenta que las grandes beneficiadas de este mega-corredor global son empresas estatales chinas, muchos ponen en duda ese “cambio”.
Finalmente, este enorme proyecto, con todas sus bondades, presupone unos crecimientos que son, como mínimo, optimistas, para cubrir el coste. Un enorme coste compartido de lo que mi buen amigo llama “el auto-rescate de la sobrecapacidad china”. En las presentaciones de esta semana en el Foro de las Nuevas Rutas de la Seda, se hablaba de efectos multiplicadores para las economías globales que ni se han dado en el pasado ni se pueden considerar realistas (incluyendo doblar el crecimiento estimado).
Sin quitar las bondades a muchos de estos proyectos, se atisban los mismos errores de exceso de optimismo en crecimiento y de sorprendente control de costes que, como se ha demostrado, no ocurren.
Y nadie ha hablado del efecto deflacionista. Nadie. Mientras 27 bancos centrales del mundo y sus gobiernos se obstinan en crear inflación por decreto, ¿nadie piensa que un enorme acceso a productos baratos desde el gigante chino va a crear mayor riesgo de deflación? Es sorprendente.
No es que a mí me preocupe ese efecto de reducción de precios. Tiene enormes consecuencias positivas para los consumidores, pero consecuencias muy negativas para los sectores de renta de posición que los gobiernos quieren proteger a toda costa (y China, también) porque son -ejem- estratégicos, y para las aspiraciones inflacionistas de los países endeudados.
¿Y la tecnología? Estas enormes estimaciones de consumo y transporte de materias primas que se usan en los foros ignoran la erosión que genera la eficiencia y la tecnología. De hecho, como comentaba un inversor que no va a participar en estos proyectos, la nueva ruta de la seda es un monumento a la vieja economía, a sostener el PIB con gasto y a trasladar la sobrecapacidad de los sectores rentistas de un país a otro.
En 1992, sólo dos países del G20 tenían a China como uno de sus cinco mayores destinos de exportación, hoy son quince. Sin embargo, en 1992 China tenía infracapacidad productiva, hoy una sobrecapacidad del 60%, y -como no puede destruir ese exceso en una economía tan planificada- pretende exportarlo.
Tomemos todo aquello que es bueno, pero no dudemos que habrá excesos en medio de las ventajas. No ignoremos que se pretende aliviar la sobrecapacidad china evacuándola a otros países. No es un proyecto de globalización, sino de rescate de un modelo chino que hace agua.
No lo duden, el riesgo de que estos megaproyectos se conviertan en elefantes blancos -enormes gastos en ladrillo que dejan más gasto y deuda que beneficio- no es inexistente.