La noticia de que la administración de Ada Colau en Barcelona quiere lanzar su propia moneda no es una novedad. A lo largo de muchas ciudades en Francia (Villeneuve sur Lot, Pézenas, por ejemplo) y Reino Unido (Bristol) se han implementado este tipo de subterfugios de moneda que se defienden con la excusa de que “incentivan el consumo local” y “promueven la inversión social”.
La realidad es que no dejan de ser lo que se llama “monedas derretibles”. ¿Qué significa eso? El gobierno local paga hasta una parte de los ingresos de los funcionarios, por ejemplo, y de sus compromisos con empresas, en una moneda “paralela” pero de vida efímera. Por un lado, su valor está 100% ligado a la moneda oficial del país –en nuestro caso el euro- pero su garante es el gobierno local. Por otro lado, su validez se reduce en el tiempo hasta que se emiten más de estas monedas y, por lo tanto, se deben utilizar para consumir en comercios locales adheridos al esquema, y si se olvidan o dejan “bajo el colchón”, pierden su valor.
Hasta ahí usted dirá que es una medida estupenda. Se promueve el consumo, además en comercios locales, y está garantizado. El primer problema está, como siempre, en que los gobiernos locales que las promueven pretenden solventar sus problemas internos desde la manía monetarista. Piensan que sus dificultades vienen por una causa monetaria, y –como estamos viendo- en la inmensa mayoría de los casos, no lo es. Carlos de Freitas, experto en estas veleidades de algunas ciudades europeas, alerta de que “es lo mismo que crear un banco que presta sin tener activos que lo soporten”.
El riesgo de estos instrumentos está precisamente en que lo garantiza una corporación local que no tiene legitimidad ni estatal ni europea, ni reconocida por el BCE, ni tampoco –ojo- de sus propios ciudadanos para emitir moneda y menos garantizarla con un valor 1 a 1 equivalente a la moneda de curso legal. Como ocurrió en tantos países, esa paridad artificial está “garantizada” por nada más que la promesa del gobierno local, que no tiene soberanía ni presupuestaria ni recaudatoria, ni mucho menos capacidad de respaldarla con activos reales.
Por lo tanto, no es una moneda sino un IOU, una promesa de pago diferida. Y su valor se desploma en el momento en el que caiga el velo de la paridad inventada –sea a través de un mecanismo de regularización de cuentas o simplemente porque los ciudadanos no aceptan esa paridad como real-.
El segundo problema es ideológico. Incluso si el consistorio solo emite monedas respaldadas por los euros, dólares u oro del que disponga en sus cofres –si los tiene-, obliga a los ciudadanos y comercios a utilizarla asignando unilateralmente los negocios o comercios en los que se puede utilizar. Por un lado esas monedas te queman en el bolsillo porque se “funden” si no consumes, y por otro lado el consistorio decide unilateralmente dónde te las debes gastar.
¿A qué lleva esto? A una asignación artificial e ineficiente de una demanda orientada políticamente. ¿En qué sectores suele recaer? No es para el lector una sorpresa dónde suele recaer el “favor” de dirigir políticamente el consumo de la renta disponible de los funcionarios públicos. En sectores políticamente afines, rentistas y que ya estaban cerca de desaparecer por obsolescencia y competencia.
Es decir, se usa una moneda sin respaldo real para subvencionar políticamente a sectores predefinidos y con ello se retrasa el cambio de patrón de crecimiento y se perpetúan desequilibrios. En el caso de Tauschkreis en Austria, los negocios reconocen que no pueden aceptar ese experimento por el nivel de endeudamiento que conlleva.Y es que ahí está el mayor problema.
La emisión de moneda local –cuyo control es exclusivamente político y su respaldo difícilmente auditable – se usa para disfrazar aumentos de gasto y de deuda. En el caso de Barcelona, por ejemplo, no ocultan algunos economistas que es “una forma de superar el límite de gasto e invertir en proyectos sociales”. Es decir, emitir moneda que en realidad es una deuda contraída y no respaldada para gastarla en proyectos sin rentabilidad económica real que reducen la capacidad de repago de los compromisos crediticios adquiridos. Esconder deuda llamándolo moneda.
Por supuesto, todo esto estaría genial si, como nos intentan vender, con ello se redujera el riesgo de crisis y se promoviera el crecimiento. Pero no existe una sola evidencia empírica de estos experimentos que haya mostrado que el desempeño económico de la ciudad es mejor que el que se daba cuando solo se utilizaba la moneda oficial y tampoco existe un solo ejemplo que muestre que la inversión productiva real mejore.
Los ciudadanos griegos que aceptaron el sistema local llamado TEM (en Volos, Grecia) en 2010 no han generado ni mejora económica ni se han beneficiado. Y esos papelitos no han evitado el destrozo económico del país ni mejorado la situación de sus comercios. Al final, el mayor riesgo de estas “monedas” es que es lo mismo que cualquier desequilibrio monetario, pero con el agravante de que no lo respalda ni siquiera estados con décadas de historial de intercambio monetario. No es más que un instrumento político que es aún peor que el ya desastroso gas de la risa monetario y que no tiene ningún tipo de efecto positivo.
Pero esta izquierda de soluciones mágicas, que se abraza al monetarismo inflacionista como si fuera una fan a la cintura de Justin Bieber, que adora la hiperinflación de Allende, el destrozo monetario de Kicillof en Argentina y el asalto devastador al ciudadano de Maduro, intentará decirle que es un sistema que funciona fenomenal y que no hay ningún riesgo, porque “esta vez es diferente”. Les ruego que hagan la prueba de ir un día con un “Colau” a un operador financiero de cualquier lugar y exija que le den un euro. No, mejor aún. Intenten pagar el IBI o los impuestos locales en Colaus, a ver qué le dicen. Y me entenderá.